Demian se sorprende al verse en el espejo vestido de blanco con charreteras y cordones dorados. Ha pensado mucho en ese día y se ha preparado para él; sin embargo nota una aureola de confusión y una inexplicable melancolía. Mucho ha oído que el día de la Primera Comunión es de los más felices de la vida, pero a él le parece que no promete mucho.
Hay en casa más gente de lo habitual: han llegado familiares y amigos para su fiesta.
Se adelanta a los invitados y arrastrando sus pecados se enfila hacia la capilla, que está muy próxima. Cuida de no manchar la blancura de sus zapatos con la tierra del camino, pero no puede evitar enrojecerse de vergüenza cuando alguien de la aldea lo mira: tales galas no son para quien las porta, piensa él.
El cura lo espera para dejarle tan blanca el alma como sus zapatos. Es un confesionario sencillo, de esos que no son más que un banco cruzado perpendicularmente por una celosía, única separación entre confesor y confesado. Esto no gusta nada al comulgante, pero se acerca -nobleza obliga- y se arrodilla con piadosa actitud. Con extrema diligencia suelta la fórmula aprendida y el hatillo de sus culpas. Se siente reconfortado cuando, absuelto ya y con la penitencia en su memoria, se ve libre de la halitosis del abad.
En el atrio, familia y amigos van llegando: besos, felicitaciones, fotografías, alabanzas, promesas y parabienes… Demian se siente halagado y, al mismo tiempo, ajeno a todo ese rebumbio que cree algo postizo. Disimula con una sonrisa.
El pequeño almirante entra en el templo de los primeros y ocupa un lugar preferencial. En hierática pose permanece durante la ceremonia. A ratos, echa un vistazo al triángulo dorado que encierra el ojo divino que todo lo está viendo desde lo alto del altar. Ahora su alma está sin mácula, mas el pecado es fiel perseguidor y un soplo de congoja le llega al pensar lo fácil que es dar un tropezón y embarrarse hasta el cogote. Se defiende con la idea de que no es momento de asumir una contrición anterior a lo que ha de provocarla.
Termina la ceremonia y son más fotos y abrazos lo que toca. La parte seria del día ha pasado. Un almuerzo en el jardín de casa y una tarde de juegos, que con el declinar del sol va siendo más divertida y borrando protagonismo a Demian, completan el día.
Se despiden los invitados y se complace con la grata levedad que le proporciona el despojarse del uniforme y verse el niño de siempre. Y para siempre queda convencido de que, de la misma forma y en otra ocasión, lo pasará muy bien cuando “otro” haga la Primera Comunión.