Cuando en
1969 llegué a la residencia universitaria, recién estrenados los 18 años, me
fue asignada la cama contigua a la de A. P. Un almeriense nervioso y con una
novia de la que decía que estaba por arriba de los cánones de la belleza: rubia, alta y
demás virtudes que hacen deseable a una mujer. Ésta le escribía con frecuencia
y A. P. intentaba contestarle; pero todo cuanto escribía le parecía mediocre
para tan alta dama y terminaba en la papelera. Encendía un cigarro en el que
estaba rematando, se desesperaba y volvía a empezar: ella no podía estar un día
más sin las noticias del amado… En la
última carta de varias hojas rociadas de perfume le decía el llanto que le
sobrevino cuando vio vacío el buzón una vez más.
A.P. me
explicaba su dramática situación atrapado en la tensión de un paranoico incapaz de realizar el
propósito de su enfermedad. Y también que había
observado que yo me ponía con una cuartilla delante y al cabo de un rato la
estaba introduciendo en el sobre. ¿Cómo podía ser aquello si él, después de
consumir tanto papel y tabaco, estaba con las manos vacías? Le expuse que nada
podía hacer por él salvo que tuviese a bien que “sus” cartas fueran escritas por mi.
Aceptó de inmediato. En seguida me dio unas pautas de trato y unos puntos a
tratar; lo demás quedaba en mis manos y bajo su inspección.
No tuvo
paciencia para esperar a que el trabajo estuviera terminado: me corregía
palabras, suprimía párrafos y agregaba ideas, se tensaba y se relajaba, y
fumaba, fumaba… Por fin la laboriosa misiva estaba conclusa y respiró
profundamente aplaudiéndome la faena. Tomó sus cuartillas de colores, encendió
un cigarro y, cuidando la caligrafía, se puso a copiar… Su novia iba a quedar
encantada y agradecida (a él, claro).
La maniobra
fue un éxito y se repitió varias veces. Cada pocos días, en cada vez mayor
conjunción, nos sentábamos a la mesa y escribíamos a “nuestra” novia.
Con las
navidades se rompió el tándem. Su novia estaba satisfecha con las cartas pero
sus estudios no eran igual de fructíferos, y ahí ya no podía yo ayudarle.
Después de las vacaciones ya no volvió.
El tercer
ocupante de la habitación, que años después encontré un día, me dijo que lo
había visto y, entre otras cosas, le preguntó por la novia. La respuesta de
A.P. fue muy concisa: ¡ a tomar por cu…!
Y esta fue
una demostración más de la esterilidad de muchos trabajos. Todo sea por el
amor.
Cual Cyrano de Bergerac, esa relación se mantuvo mientras tus palabras la alimentaron, no porque tu habilidad fuera yerma.
ResponderEliminarGracias Wolof. Algo así debió de ser. Reconozco que me quedé con ganas de conocer a la destinataria de mis cartas.
ResponderEliminarSaludos
O todo sea por la inspiración... a veces oculta y que no se atreve a salir. Otras, más sugerentes a medida que la practicas... Casos como el que nos cuentas también han estado cercanos a mi entorno. Bien planteado. Saludos.
ResponderEliminarUna vez más, gracias por la visita y el comentario. Si pasaste por algo parecido comprenderás muy bien la situación y lo incómoda que a veces se presenta...
EliminarUn abrazo
Jaja. Tenías que haber competido por el corazón de aquella mujer. A.P. no se la merecía y tú sí.
ResponderEliminar... pero yo no la conocía. Podía haberme llevado muchas sorpresas, o ella. :)
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