Nada simboliza mejor la muerte que una calavera. Yo nunca vi tantas juntas como hace unos días, en el recinto de homenaje a las víctimas de Pol Pot en Phnom Penh, Camboya. El genocidio provocado por este dictador contra su propio pueblo es la obra de un iluminado que, en su fanatismo, no atisba otra cosa que no sea el probable objetor a su idea de nación, sin considerar edad ni sexo. Toda persona con algo de cultura es condenada por considerarla enemiga del pueblo por el hecho de ser someramente ilustrada. Si las crónicas de esta barbarie son ciertas, se condenaba por usar gafas o conocer un idioma distinto al propio; sólo el pobre y analfabeto se libraba de ser sospechoso y por ende asesinado. Tan grueso tamiz de selección explica que, en menos de 5 años, el sanguinario dirigente se llevara por delante a casi un tercio de la población.
A catorce quilómetros de Phnom Penh se encuentra el lugar donde se cometieron la mayor parte de las ejecuciones realizadas por los sicarios del dictador. A él acuden diariamente centenares de visitantes que, con emoción controlada y rostro compungido, van recorriendo, como estaciones de un vía crucis, los puntos donde fueron halladas las fosas atestadas de las víctimas del horror. Un monumento central poco pretencioso se abarrota de cráneos secos, que con sus oquedades frías reclaman respeto y testimonian la horrenda condición humana, cuando ésta sucumbe a los efectos delirantes de la salvación de la patria.
Como piadoso penitente, recorrí el macabro recinto imaginando a cada paso las tétricas escenas de tortura y asesinato, los gritos de dolor por nadie escuchados y ahogados por los muros de la vergüenza y la negrura de la noche: menos oscura que las tinieblas de la razón de los que aquello hacían. Y pensé que el conductor del tuk-tuk en que me desplazaba, el camarero que me servía una cerveza, la masajista que tanto me relajaba con sus manos diestras, podían ser hijos, sobrinos o nietos de los que apretaron el gatillo o de los que con certero golpe de garrote ahorraban munición… o de los que habían sido sepultados. Porque hoy todos conviven como si el pasado fuese una nube evanescente en un firmamento lejano. Sorprende ver, frente a semejante dislate de sufrimiento y muerte, la sonrisa de resignación y olvido del pueblo camboyano: descendientes de verdugo y condenado trabajan juntos y viven próximos sin mentar el tétrico pasado de Los Campos de la Muerte. En devota actitud, junto mis manos y abandono el lugar.
Realmente escalofriante!
ResponderEliminarEL Nazismo, el Apartheid y los Jemeres Rojos reflejan la barbarie de la que somos capaces.
Saludos!
Ojalá que no se amplie la lista, José. Gracias por tu comentario y
EliminarSaludos
Buf. Buen post.
ResponderEliminarCómo se consigue construir la reconciliación sobre tanto dislate: ¿tanto habrá tenido que sufrir ese pueblo como para preferir cerrar los ojos?, ¿la mejor manera de mirar al futuro es perdonar?
Quién sabe de dónde se sacan las fuerzas para poner paz.
Veo que te ha impresionado la capacidad de perdón (o de borrón) del pueblo camboyano. Sí que sorprende, y ayuda a caminar juntos hacia un nuevo futuro. Ojalá los chinos se lo permitan hacer.
EliminarSaludos.