La primera experiencia colegial –allá por los cuatro años- fue un episodio que apenas duró tres meses: hasta las vacaciones de navidad. Cuando los reyes magos habían pasado y los días de asueto navideño acabaron, abuela y nieto enfilaron la calle en silencio y así llegaron a la puerta de la escuela. Cuando acudió la “sor” a recibirlos, Demian, estalló en un estentóreo llanto que envolvió todo el zaguán y clavando un pie en la jamba izquierda de la puerta se hizo inamovible. Monja y abuela captaron la firmeza del rapaz y aceptaron la derrota. Ya nunca cruzaría aquel umbral. Retornó a casa, al grato y tranquilo remanso donde, a manos llenas, recibía comprensión y cariño; sintiéndose compensado de la falta de amiguitos y compañeros de juego.
No era tan urgente el conocimiento de las vocales, decidió la madre de Demian cuando fue informada por la abuela. Y en el niño afloró un sentimiento de amor e inmensa gratitud para con ella: una madre algo lejana pero muy presente, una delgada figura rellena de ternura y cubierta de inteligente comprensión.De cuerpo magno una y flaca la otra, enfundadas en hábito azul y cubiertas por cofia blanca; con el músculo de la sonrisa paralizado y auxiliadas por una cuadrilla de mozuelas a las que se le decía “internas”, eran las dos monjas que perduraron en la memoria de Demian.
Dos cosas más no olvidó de aquel colegio: la caída dolorosa que tuvo en el patio, cuya cicatriz estuvo por más de veinte años en su rodilla y Aidita: una modosa niña que le parecía muy hermosa. Con ella hacía el recorrido de ida y vuelta al colegio, se sentía muy a gusto en su compañía y este placer llegó a la culminación el día en qué un caramelo, a medio consumir, llegó a su boca procedente de la de ella. Nunca tan gustoso fue un caramelo ni una saliva más dulce.
Me ha recordado un fragmento del filósofo José Luis Pardo, diciendo que si nadie saliera de casa, nunca, no habría historia, ni gloria, pero seríamos felices, que él lloró y se sintió acompañado de esos llantos antes de salir de casa para buscar su propia historia...y que esa salida fue el preludio de todas las demás. Pero veo que tu primer día fue bastante bien, así que me alegro que trocaras la tristeza en gusto ;)
ResponderEliminarUn abrazo :)
¿Qué será de Aidita? ¿Tendrá el mismo recuerdo que Demián, en caso de recordar este infantil episodio de compartir un caramelo?. Los cuatro años para un infante en aquel entonces era un poco prematuro para iniciarse en la escuela. Y sin embargo había aprendizaje... El calor de la abuela, siempre tan presente en los recuerdos de Demián.Ese remanso de paz y serenidad al amparo de quién sabía que tenía todo el calor,la serenidad y la sabiduría. No en vano hay una máxima que dicta más o menos así" La experiencia del padre, el conocimiento del maestro y la sabiduría del abuelo". Demián obtuvo toda esta riqueza a sorbos y muchas veces a borbotones. No hay más que fijarse en la claridad de sus recuerdos adornados con finos hilos aterciopelados que brillan al mismo tiempo que su memoria. La nostalgia elevada a prosa y endulzada con la experiencia que le ha dado su propio acontecer. De nuevo felicidades por esta semblanza. Saludos desde la jamba izquierda de cualquier puerta. Siempre abierta.
ResponderEliminarExplorador, no conozco a J. L. Pardo y parece muy lógico lo que dice; pero entonces la historia se haría en las casas. Más intimo y reducido el número de personajes, pero historia al fin y al cabo.
ResponderEliminarTe agradezco la visita y tu interesante apostilla.
Un abrazo.
tanci, nunca más supe de Aidita... hoy peinará canas y hasta puede ser que no le gusten los caramelos. La vida son momentos y cada "ahora" tiene sus personajes que son efímeros, se desvanecen en esa acción y en ese tiempo.
ResponderEliminarHay momentos que se recuerdan, que se sufren o padecen muchas veces más y que, sin darnos cuenta, ellos mismos se van transformando y ocupando un lugar en la persona; otros, la mayoría, se van al sumidero del olvido.
Para personas como tú, seguiré recordando...
Un abrazo