Hace unos días mi cabeza se planto en huelga de mínimos, así que me fui a los técnicos y les quite del escritorio el trabajo más monótono que tenían, pasar las imágenes de los pacientes del TAC donde fueron tomadas al ordenador donde se va a diseñar su tratamiento de radioterapia y, una vez en él, delinear los órganos más sensibles. Lo de delinear órganos de riesgo me recuerda mucho a esos libros de colorear para adultos que tan de moda están últimamente. Para mi, después de años de practica, es relajante y algo que se puede hacer sin pensar. Pero abro el TAC de uno de los pacientes de pinta y colorea y tiene un aspecto muy raro. Voy al cajón donde se guardan los historiales. Efectivamente, leyendo sus notas se ve como es posible que sobreviva, pero también que esta persona daría todo lo que tiene por que un tumor maligno fuese su único problema. El médico que documenta la historia ha sumado a la cascada de tecnicismos de siempre palabras de compasión y se ve que hace un gran esfuerzo por mejorar la vida del paciente con algo más que la eliminación de la enfermedad. Sentí un nudo en la garganta. Empezó a costarme respirar. Primero fue por lo que leía, después, por algo peor. Sorpresa. Sorpresa de darme cuenta que llevaba meses, quizá años, sin pensar en mi trabajo más que como una responsabilidad, papeles que cubrir o, en los mejores días, un puzzle a resolver. Después de un largo invierno denunciando que mis antiguos gestores habían matado su vocación a golpe de hojas de calculo y bases de datos, descubrí que la mía había estado en coma. El despertar dolió, como solo puede doler sentirse vivo.

En fin. Felices fiestas. O no. Hay cosas mucho peores que la tristeza.