19 diciembre 2011

La aldea

La aldea era pequeña, ingenua y retorcida, limitada y sin fin.  A ella llegó Demian en su sexto aniversario. El telón del tiempo vivido con sus abuelos había caído y se izaba ahora para dejar al descubierto un amplio escenario con nuevos actores –padres y hermanos como elenco principal-  y multitud de figurantes. 
La casa, de piedra, unifamiliar, luminosa y un jardín en su parte trasera. Un jardín de cortas dimensiones y un tanto desatendido, cubierto en su mitad por una parra de la que pendían racimos de minúscula y ácida uva, algunas flores y plantas, un hórreo, un recinto vallado para las gallinas y una higuera. Era ésta lo más emblemático, con su tallo recio y sus ramas frágiles, cuatro ramas que en consenso abierto  se habían autoadjudicado  cada uno de los cuatro hermanos. Uno de ellos, unos años más tarde, partiría al lugar del no retorno y la savia de la higuera nunca más nutrió a una de sus ramas; seca ésta, fue fiel testimonio y perenne recuerdo de lo que había existido.
Un balcón presidía la fachada principal de la casa y en él desembocaban las escaleras de acceso a la vivienda, que se iniciaban en una plazoleta. Bajar los pétreos escalones era visado sellado a la expansión, al gozo del juego, a la posibilidad de saciar la codicia del sentir y al recreo del alma.
El punto de encuentro de la muchachada, que en más o menos una docena había, era la capilla. Con escasos días de culto al año, reducida, con un atrio cubierto –decisivo en los días de lluvia- y circundada por una franja de unos tres metros que quedaba acotada por un muro. Una isla dentro del pueblo de la que partían cinco calles que se abrían para abarcar toda la aldea.    
Los animales eran parte importante del cotidiano vivir y perenne decorado en su nuevo habitat. Observó como los perros eran una compañía permanente y más de la calle que de sus amos, unos queridos y otros temidos. Las gallinas no le despertaban interés, las veía pulular por patios y caminos, picoteando incansablemente insectos y gusanos, y, las más de las veces, eran un incordio en sus carreras hacia todas partes. Los burros no le parecían tanto cuando, cargados, se paraban al enfilar una cuesta. De los cerdos conoció toda la cronología de sus vidas: su belleza y sonrosada piel al nacer, su temprana castración y su engorde apresurado para terminar con el cuello rajado el día de la matanza. El lugar preferencial en la pirámide animal era para las vacas. Ellas tenían que ser llevadas a pastar todos los días, dar su leche, consentir la unción al yugo para tirar del pesado y cantarín carro o del puntiagudo arado rasgando la tierra, dejarse empreñar para sus amos poder entregar sus crías al carnicero a cambio de los únicos billetes que entraban en todo el año en la mayoría de las casas. Todas tenían nombre y cuando pasaban al ritmo lento de sus cencerros intimidaban a Demian  con sus grandes ojos atentos y desafiantes...
Él se preparaba para vivir cuatro apasionantes años. Los veremos.

12 comentarios:

  1. Mucha literatura. Qué disfrute, cuántos recuerdos bastante olvidados me ha traído estas palabras. Me he ido a una casa de payés en Palafrugell siguiendo estos aromas.
    El jardín de la felicidad. La aldea del todo está bien así. A lo mejor, de mayores, anhelamos demasiado, ¿no?

    Y la foto. Magnífica. Parece no haber nada más. Las cañas le dan una sensación de lugar remotísimo.
    ¿Seguirá?

    ResponderEliminar
  2. "La aldea del todo está bien así" Qué bien lo has dicho, Igor. Cuando llovía, nos mojábamos; si hacía sol, sudábamos; cuando nos perseguian, escapábamos; y así podría seguir... Nunca tuve la felicidad tan próxima, necesitando tan poco. Fueron los años 1957 a 1962, cuando reinaba la escasez, el miedo y la iglesia; a pesar de ello cada día era un regalo.
    La foto es ya en el 62, a punto de examinarme de 1º de bachillerato.
    Me alegra haberte despertado recuerdos y tu visita.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Qué gracia me han hecho las ocurrencias sobre los animales (Esa vaca de ojos desafiantes). Y qué maravilloso cuadro el que nos has presentado a través de esos ojos del chaval que llega al pueblo.

    ResponderEliminar
  4. Dafd, los animales estaban presentes a toda hora; eran como los muros de las casa o el desagüe de un tejado. Muy satisfecho me deja que te haya gustado.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  5. Ay Demian, yo también quiero más de eso, de eso que yo sólo tenía en verano.
    Un abrazo para estas fiestas

    ResponderEliminar
  6. Estupendos veranos...
    Y vendrán los años...
    haciéndonos recordarlos.
    Gracias y un abrazo

    ResponderEliminar
  7. Los veremos, espero, claro que sí. Me has recordado algunos veranos en el pueblo de mis padres, aunque yo iba allí veranos y puentes, en plan parque temático. Y sin embargo, esas cosas dejan una huella muy marcada, me parece. Espero saber como te fue allí. Un abrazo :)

    ResponderEliminar
  8. Muy profunda la huella, Explorador. Son años inolvidables, y ya te adelanto: me fue muy bien, de las mejores etapas de mi vida.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  9. Hola Demián. Llego a la aldea "tu aldea" un poco tarde. Las alpargatas (aquí se llamaban lonas)las traigo llenas de barro... ha llovido y no tenía las de recambio a mano. Las de recambio eran para ir al médico, o para ir a las fiestas. Esa pequeña aldea rezuma sabores, olores, gustos, tactos y visiones imposibles de borrar. Tal era la profundidad de las experiencias , a cuál mejor, que como bien dices más arriba, cada una era una sorpresa. Cada día era un sano descubrimiento. Cada sensación bordada con hilos de oro. Nunca te podrás despegar de esas entrañables sensaciones y sentimientos. ¡Cómo los entiendo!. Cualquiera de esas vacas podría llamarse "Maravilla" y uno se maravillaba de las tremendas ubres que, repletas,eran capaces de llenar los cántaros cada día y a la misma hora.Ordeñarlas y sentir el calor de sus ubres en las pequeñas manos que, temerosas,las acariciaban. La compañía de un adulto en estos menesteres era obligatoria, a la vez que era un paso hacia nuevos descubrimientos.
    Esa libertad absoluta de entrar y salir, de pisar el jardín silvestre, de corretear por doquier a sabiendas de que la libertad en el campo era permitida, sólo se ha podido vivir una vez; esa parte de la infancia que tan bien describes y que con tan hermosas expresiones nos has deleitado.Las gallinas si que eran mis preferidas... me reía de ellas.Con tan poco y con tanta felicidad... no puedo entender qué es lo que sucede hoy en día. Créeme. Siempre que puedo vuelvo al lugar, similar al tuyo, a reencontrarme con esa esencia que todavía se respira por los alrededores de la casa de piedra y barro y tejados. Y lo consigo. Tengo que sguir yendo al encuentro y llenarme con la vibración del lugar que me ofreció tanto con tan poco...
    Un acierto Demián esta historia que nos has regalado. También lo han sido otras anteriores, pero especialmente se me ha colado en mi interior. Y uno se pregunta por el valor de tantas y tantas cosas cuando el valor está en lo efímero del momento cargado de simbolismos, ternuras, afectos y emociones. Tan lleno de todas estas semblanzas está tu escrito. La fotografía está aparente; más o menos ratifica esa postura segura y autosuficiente del que se sabe a gusto en su entorno. Gracias. Espero por los otros momentos.Un abrazo.

    ResponderEliminar
  10. Veo, tanci, que eres de las que no sólo has vivido la infancia, o parte de ella, en algún pueblo canario -recuerdo algunos de Las Palmas muy bonitos- sino que has "sentido" el verse libre en un lugar pequeño, paradójico pudiera parecer pero muy real.
    Cuando leía tu comentario no hacía más que asentir con la cabeza a cuanto decías. Pues sí que habrá más de estos, que aún me queda mucho por contar.
    Gracias a ti por tu aplicada lectura y minucioso comentario.
    Un abrazo

    ResponderEliminar
  11. Hola Demián,mi nombre es Roberto y me he enterado de que esa aldea a la que describes es, según parece, la mía, Eiradela. Yo viví en ella hasta 1963, año en que mi madre y yo emprendimos viaje a Montevideo.
    Si realmente se trata del mismo pueblo te ruego me lo hagas saber para identificarnos mutuamente.
    El relato es hermoso, en mi blog "gallegos por el mundo" tambien tengo algo escrito sobre Eiradela y mis experiencias de niño. Te recomiendo "El día que yo me fui" y "El viaje", dos momentos cruciales en la vida de un niño de aldea al tener que marcharse de todo aquello que era "su único mundo".
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar
  12. Sí Roberto, es Eiradela. ¿Identificarnos mutuamente? Yo soy quien tú piensas y tú eres el único Roberto de esa aldea. Y no puedo separarte de tu abuelo José, con su cigarro de picadura en los labios y el periódico (que le prestaba mi madre)en la mano camino del prado con el ganado.
    Encantado de verte por aquí.
    Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar